Una chica decente.
Era una niña bien de provincias, o como ella se llamaba a sí misma, una chica decente, y estaba aterrorizada. Después de toda una breve vida de estricto control se veía sola, libre y, al contrario de lo que cabría esperar, aquello no le proporcionaba felicidad alguna. Extrañaba el internado de monjas al que la mandaron por exigencia de su abuelo. -No podemos permitir que nos la desgracien en un instituto. Entre los profesores hay muchos comunistas y la nena es muy inocente. Y lo era, inocente y obediente, así que no pasó demasiados apuros en el internado. Su sonrisa y su buena disposición hicieron que no se ganase ninguna enemistad reseñable entre las compañeras y su diligencia y docilidad la convirtieron en una de las protegidas de las monjas que las guardaban. "Allí todo era sencillo", pensaba. "Obedecer y callar. Eso puede hacerlo cualquiera". Ahora, a sus dieciocho recién cumplidos, se encontraba en Madrid, una ciudad que no espera a nadie, y sola.