Noche de feria

No podía creérselo. Tanto que había renegado, llenándose la boca con lo estúpido de los detalles clásicos, maldiciendo clichés manidos y riéndose de todas las que se dejaban llevar por ellos y, ahí estaba, paseándose de su  brazo por la feria, dejándose invitar a algodón de azúcar y sinceramente alegre. La música de las atracciones le llenaba la cabeza y se sentía en medio de una niebla espesa. No era, sin embargo, una sensación desagradable: hubiera querido quedarse allí para siempre.

Pero dieron las doce. Malditos fuesen sus padres y el cuento de Cenicienta. 

-Tengo que irme. Mis padres me han dicho que querían que volviese a las doce. 

Él la miró, decepcionado, pero en un instante le volvió al rostro la sonrisa. 

-Espérame aquí -dijo, y salió corriendo.

Cuando volvió, traía entre las manos una campanita de arcilla, con la fecha de aquella noche. Se la entregó.

-Para que te acuerdes de la noche de hoy. Me lo he pasado muy bien contigo.

Ella lo miró. No sabía qué hacer. Su cabeza no entendía cómo estaba entrando en aquel juego tan burdo, pero su cuerpo le pedía dejarse llevar. Cuando tienes 15 años, uno de los dos contendientes lleva siempre la ventaja.

-Yo también... ¿Quieres... acompañarme?

Él asintió con la cabeza y comenzo a caminar a su lado. Antes de recorrer la mitad del camino que llevaba a su casa, él ya la había cogido de la mano y ella no había opuesto la más mínima resistencia. 

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